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BICENTENARIO: 200 AÑOS DE EDUCACIÓN


La escuela, el país y la vida

Estas líneas remiten al Bicentenario de esa Revolución inconclusa que puso, negro sobre blanco, los modelos de país alrededor de los cuales se vienen proyectando las disputas de los últimos dos siglos, y que se expresan con creciente claridad en nuestros días. La discusión entre un país para pocos o un país para todos pareciera ser hoy la madre de todas las batallas. Y, a propósito de ello, la educación tiene algo que decir.
De aquellos vientos fundacionales recuperamos la memoria fundamental de Simón Rodríguez, tal vez el primer educador popular de Nuestra América. Maestro de Simón Bolívar, concebía a la educación como un acto esencialmente político, cuya tarea era la de formar hombres y mujeres libres, solidarios, útiles, iguales y partícipes de un caminar y una construcción compartidos.
Se asocian a Simón Rodríguez tanto la exigencia de originalidad como de una efectiva responsabilidad del Estado en materia de garantías por la educación, definida a la vez como derecho social y como instrumento para la ciudadanía: «La instrucción pública en el siglo XIX pide mucha filosofía: el interés general está clamando por una reforma; y la América está llamada por las circunstancias a emprenderla. Atrevida paradoja parecerá, no importa: los acontecimientos irán probando que es una verdad muy obvia: la América no ha de imitar servilmente, sino ser original». Reclama en sus palabras formar, educar desde la niñez y hacer obligatoria la educación pública. El rol del conocimiento es fundamental: «El único medio de establecer la buena inteligencia es que todos piensen en el bien común y que este bien común es la república. Sin conocimientos, el hombre no sale de la esfera de los brutos y sin conocimientos sociales es esclavo. El que manda pueblos en este estado se embrutece con ellos. En creer que gobierna porque manda, prueba ya que piensa poco. En sostener que sólo por la ciega obediencia subsiste el gobierno, prueba que ya no piensa. Los conocimientos son propiedad pública». Más aún, critica ácidamente a la educación privada: «Hacer negocio con la educación es... diga cada lector todo lo malo que pueda, todavía le quedará mucho por decir».
Muchas de sus ideas se tomaron –y traducidas en clave liberal-social– en Argentina, varias décadas más tarde, cuando el nuevo orden da lugar a la configuración del Estado Nacional. Es en el marco de esa tarea histórica que la clase dominante confronta con el viejo poder ideológico y material de la Iglesia Católica; y con la rebeldía de los inmigrantes anarquistas y socialistas tras el genocidio de los pueblos originarios. Las contradicciones en el interior de la clase dominante pueden resumirse en las ácidas críticas que la Iglesia Católica dirigía contra Sarmiento o las resistencias de la nueva oligarquía terrateniente formada por Roca a reconocer el derecho a la educación de los sectores populares
En esta complejidad habrá que analizar los aportes de la brillante elite intelectual que en el último cuarto del siglo XIX modeló el sistema educativo: en él habitaban tendencias democratizadoras en coexistencia con perspectivas clasistas, racistas y sexistas. Así, vale recordar la exigencia de una escuela estatal –definida entonces como pública– común, obligatoria, laica y científica para cuyo despliegue el Estado Nacional se convertía en garante eficaz e indelegable. Criticada duramente por las corrientes más retardatarias del pensamiento oligárquico y católico, este modelo pedagógico se construyó sobre una cultura escolar cientificista y excluyente de otras perspectivas culturales, como la que portaban los hijos de inmigrantes, los pueblos originarios y a menudo los propios docentes. La decisión política con que se llevó adelante esta construcción se expresó en una verdadera y profunda democratización del acceso a la educación. Y a pesar de su marca inequívocamente autoritaria, se desarrollaron en su seno experiencias emancipadoras con maestros que debieran ser retomadas hoy para una política educativa sustancialmente democrática.
Sólo muy rápidamente mencionaremos a algunos de los referentes pedagógicos principales, comenzando por Carlos Vergara, que generó prácticas de gobierno colectivo con los educandos, Jesualdo Sosa y Luis Iglesias, que desarrollaron propuestas pedagógicas (y por tanto políticas) que ligaban la escuela a la vida, recuperaban los saberes y preguntas de los educandos, establecían modelos de trabajo escolar activos, colectivos, y transformadores; Florencia Fosatti, quien creó en la década del 30 en Mendoza los tribunales infantiles como modo enteramente novedoso de formación para la ciudadanía y otras mujeres docentes, como las hermanas Cossettini, que vincularon con notable fertilidad el arte y la educación formal. También la Universidad fue materia de disputa y es así que la Reforma Universitaria de 1918 generó una reacción a la cultura clerical entonces dominante para construir una institución de alto nivel científico, comprometida con los intereses y necesidades de las mayorías sociales.
Paralelamente, el sector privado fue logrando sucesivas conquistas en la defensa de sus privilegios: financiamiento público (1947), enseñanza religiosa en escuelas oficiales (1944 y 1947), creación de la Superintendencia de Enseñanza Privada (SNEP) y de un cuerpo de inspectores sólo para el sector privado (1960) y la autorización para la diversificación curricular (1964). Otro mecanismo que implicó un retroceso en la responsabilidad del Estado Nacional fue la política de transferencias. Entre 1955 y 1992, el Estado Nacional convirtió al Ministerio de Educación de la Nación en un Ministerio sin escuelas.
Continuidades y rupturas

El golpe militar perpetrado en 1976 fue paradigmático en su faceta mercantilista y represiva. El Estado Nacional conservaba un fuerte poder de control del sistema educativo con fines represivos y elitistas, que se expresó de distintos modos, desde la eliminación directa de docentes y estudiantes hasta la prohibición de la teoría de conjuntos en Córdoba por su inducción a formas de pensamiento colectivizantes y, por tanto, sospechosos de un inocultable contenido comunista.
Como contrapartida de este molde represivo devastador, el Estado nacional desplegó una política de desrresponsabilización de la educación por vía de las transferencias educativas. Luego del turbulento interregno alfonsinista –plagado de contradicciones– le cupo al gobierno de Carlos Menem impulsar la política que daría forma definitiva al modelo neoliberal-conservador.
Entre sus aspectos más significativos, caben consignar los siguientes. En primer término, una fuerte reformulación del papel del Estado, que a partir de esta etapa fue configurado como un verdadero «Estado evaluador» que desplegó nuevos dispositivos de regulación y control del sistema educativo en clave neoliberal-conservadora: definición de objetivos, de contenidos, asignación de recursos, operativos de evaluación. Segundo, refuerzo de la concepción de educación de «calidad» como conjunto de conocimientos elaborados por expertos, legitimados por el Estado, traducido por manuales, transmitidos por docentes, absorbidos por alumnos y medidos por el Ministerio. La idea de que es calidad educativa lograr un nivel adecuado de respuestas correctas a exámenes estandarizados merece, en el mejor de los casos, ser discutida. En tercer lugar, se operó una subordinación de la educación a los requerimientos del capital, en al menos tres sentidos: intentando reformatear el sistema educativo como un mercado; subordinando los «productos» (alumnos) y «procesos» (currícula) a los requerimientos de la producción capitalista; y empujando a las instituciones educativas a adoptar la lógica de funcionamiento gerencial que caracteriza a las empresas. Cuarto, deterioró, intensificó y enajenó al docente, empeorando todas sus condiciones de trabajo. Quinto, la Ley Federal propició un cambio de estructura académica (pasaje de nivel primario, secundario y superior a Educación General Básica y Polimodal) que se vivió como un verdadero tsunami pedagógico.
El resultado de estas políticas fue la profundización de la desigualdad educativa, entre otras injusticias que perpetró el modelo neoliberal-conservador que hizo eclosión en los primeros años del siglo XXI, en nuestro país y en buena parte de Nuestra América.
Debates y reconstrucciones

Los gobiernos de Nuestra América defienden la posibilidad de un proyecto común, respetuoso de lo diverso. La mayoría de ellos se comprometió con la superación de las calamidades heredadas del neoliberal-conservadurismo.
En el caso argentino, las prioridades del gobierno de 2003 en materia educativa se orientaron a la denominada inclusión educativa. La legislación y los recursos fueron convergiendo a la superación del proceso excluyente abierto por la última dictadura. Medidas complementarias como la Asignación Universal por Hijo o la entrega de computadoras a estudiantes secundarios van en un mismo sentido. Sin embargo, la lista de temas pendientes es larga, dadas las continuidades de muchas de las condiciones heredadas del período neoliberal-conservador.
Entre otras, enunciamos la necesidad de poner coto a los privilegios del sector privado. Segundo, reiteramos la exigencia de revisar el concepto de calidad educativa –que no puede ser identificado con los resultados de exámenes padronizados–. La educación pública debe formar hombres y mujeres libres, con autonomía de pensamiento, capaces de desarrollar todos los aspectos de su personalidad, contribuyendo así a la construcción de un proyecto colectivo e igualitario.
Estas definiciones también llevarán a transformar el proceso de trabajo docente, mejorando sus condiciones materiales, promoviendo ámbitos de reflexión individual y colectiva sobre su práctica pedagógica, y reformulando las propuestas de formación –tanto inicial como permanente– para ligarlas a las necesidades que emergen de su trabajo en el aula.
También implicará reformular la relación de la educación con su contexto, superando los muros que separan a la institución escolar del territorio que la contiene. Formar para una ciudadanía plena, para una democracia protagónica y participativa, para un modelo económico que propicie el autogobierno y la solidaridad de los productores. En fin, estas ideas se vienen debatiendo en ámbitos aún restringidos, pero aportan a un horizonte que supondrá una total reconfiguración de la educación.
Se trata de recuperar el legado de Simón Rodríguez, de Carlos Vergara, de Florencia Fosatti, de Jesualdo Sosa, de Luis Iglesias, de las hermanas Cosettini y de miles de maestros anónimos que construyeron (y construyen) una pedagogía de la justicia, de la igualdad y de la emancipación. En este tiempo en que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer, tenemos una oportunidad de efectivizar para Nuestra América la consigna que hizo suya la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina (Ctera): «Ningún niño sin escuela, ningún docente sin trabajo, ningún conocimiento oculto, ninguna cultura negada».

Pablo Imen
Pedagogo

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